La princesa de la boquita de fresa
Érase una vez una princesa que vivía en un castillo reluciente, que trotaba en la inmensidad de los campos a lomos de un caballo reluciente y que poseía unos vestidos, zapatos y joyas aún más relucientes.
Ella era bella, alta y esbelta, rubia y con unos grandes ojos azules, pero lo que más llamaba la atención a todos los príncipes era su increíble sonrisa.
Blanca, reluciente y con unos labios rojos que atraían todas las miradas, su boca no pasaba desapercibida para nadie y dedicaba besos allá por donde pasaba.
“¿Has visto a la princesa, qué labios más rojos tiene?”, comentaba un sirviente.
“Sí, he oído decir que es por comer fresas”, respondía otro.
“¿Y esos dientes tan blancos que tiene?”, continuaba el primero.
“Pues será también a causa de las fresas”, zanjaba el segundo.
La Reina, que estaba atenta escuchando la conversación, intervino en aquel preciso instante: “Nada de eso tiene que ver con las fresas, pues las fresas no blanquean los dientes, sino que protegen y fortalecen el esmalte, lo hacen más limpio, pero no más blanco. Y sí, la sonrisa de la princesa de la boca de fresa se debe a eso mismo, a las fresas”.
Otro de los sirvientes, desconcertado, susurró a su compañero “¿Has oído eso? Yo llevo meses llevándome algunas fresas de la huerta…”. Su respuesta no se hizo esperar y con un guiño cómplice le espetó “No blanquean, pero sí remineralizan, entonces has estado cuidando bien tus dientes todo este tiempo”.